Nacidos en el complejo y cambiante crisol de la Edad del Hierro del norte de Europa, los pueblos germánicos irrumpieron por vez primera desde la Protohistoria, hacia las páginas de la Historia –al menos desde una óptica eminentemente mediterránea– de la mano de las incursiones de cimbrios y teutones, a finales del siglo II a. C., movimiento que culminó en su primer choque con el poder romano a las puertas de Italia. La posterior expansión de la hegemonía romana hasta el Rin y el Danubio durante el siglo I a. C., así como sus variadas tentativas de ir más allá entre los siglos I y II d. C., implicaron un proceso violento que puso a prueba las prácticas y formas de hacer la guerra entre los germanos, así como sus concepciones políticas, culturales y religiosas. Enfrentados a la superioridad estratégica y táctica de Roma, los pueblos germánicos supieron encontrar respuestas entre los limitados y dispares recursos a su disposición. Desde la guerra asimétrica hasta el combate en orden abierto, las huestes germánicas demostraron una sorprendente capacidad de adaptación y aprendizaje. Incluso su principal hándicap, la fragmentación política, comenzó a trocarse para dar en confederaciones cada vez más sólidas y estables, hermandades guerreras y caudillajes. Del mismo modo, de la mano de los contingentes de mercenarios, auxiliares y fuerzas de élite, enviados a militar en el Ejército romano, los germanos acabaron por dejar también su particular y honda huella en las tradiciones militares mediterráneas.