Si hay un legado palpable de Roma, un legado material, en buena medida visible todavía en nuestros paisajes y en nuestras ciudades, pero también en nuestra ordenación urbana y en los edificios públicos, son sus monumentos. Majestuosos e imponentes, pero funcionales, que hacen que asociemos inevitablemente Roma con el concepto de “ingeniería” o, más bien, con la idea de una arquitectura ordenada, unas obras públicas espectaculares y una urbanización llena de “lujos” como el agua abundante, sistemas de alcantarillado o calles empedradas. Monumentos y edilicia que viajaron con el Imperio y lo modelaron, como expresión vehemente de romanidad, aunque ni todas las ciudades romanas pudieron costearse todo ese kit monumental ni elevarlo en bella piedra y con lujosas decoraciones. Porque, detrás de esas obras y de ese concepto de urbanismo, no estaba solo la aspiración a una vida más cómoda y ordenada, sino toda una expresión de identidad. Una arquitectura concebida para impresionar, para llamar la atención de propios y ajenos, para demostrar al mundo que era capaz de hacer Roma y los romanos. Hoy, las ruinas de las grandes obras de ingeniería romana en Hispania, aún caídas y ajadas, siguen provocando la misma sensación de asombro y admiración. Dos mil años después, nadie puede decir que no cumplieran su objetivo.